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martes, 1 de febrero de 2011

Historiografía mexicana (I)

Hegel's tombstone in BerlinImage via Wikipedia
I
La lucha por un destino.
Nuestro objeto es la historiografía mexicana y no la historiografía de México. La diferencia es esencial, que sí nuestro motivo es México y el actual pueblo de este país, lo que requerimos comprender no está en el pasado, está es el presente mismo que adopta consideraciones académicas esencialmente políticas y económicas para el desarrollo de cualquier conocimiento de nuestra historicidad. No es que despreciemos las investigaciones y apreciaciones de extranjeros, sus aportaciones o la relevancia revolucionaria que seguramente tengan sus técnicas y herramientas, todo aquello que nos han aportado y revelado, pero es vital mantener nuestra exigencia de autonomía para comprender la comprensión de la historia de nuestro pueblo dentro de nuestro propio pueblo.
Bajo tal principio, los próximos avances interpretativos sólo pueden estar indicados y proyectados desde una hermenéutica que afronte la historiografía del país en el imperativo de evidenciar y apartar de nuestra posible autoconciencia cualquier consideración ajena al desarrollo autóctono de la cultura del país. Por ende, al requerir comprender semejante fenómeno, trataremos de interpretar los textos siguientes buscando propiciar, más que un catálogo, una aproximación a la lejanía de nuestro destino.
Sabemos que un catálogo general de objetos y dispositivos técnico-analíticos sería sumamente útil de pretenderse una arqueología del saber que permitiera comprender las importaciones metodológicas y su sedimentación, todo aquello que presumimos ha alterado nuestra sabiduría, ha impreso sus ritmos y rituales en la dinámica de la academia mexicana actual, o ha confeccionado la disposición espacio-temporal de la construcción de los objetos de estudio que comprenden las diversas disciplinas interesadas en la historicidad del pueblo mexicano. Primero somos poetas y después académicos. Nuestro objeto es la historiograficidad mexicana, nuestra realidad, la historicidad misma de una nación.
Hacemos hincapié que no rechazamos los ejercicios o las metodologías procedentes del exterior; nuestra propia inspiración y formación nos hace comulgar con tres filósofos alemanes, Hegel, Nietzsche y Heidegger. Pero lo que reclamamos es el desarrollo propio de nuestra sabiduría respecto a nuestra propia tierra.
Es justo ahí donde comienzan nuestros verdaderos problemas, los que no tienen solución y nos interpelan con su silencio, con la sangre misma de nuestras venas, con el abrigo de muerte de nuestras tierras, que sí queremos comprender la historiografía mexicana, la propia categoría México es nuestro único problema fundamental. Desconocemos qué significa México hoy en día.
Planteemos una posible dialéctica, donde que, sí sostenemos que México simplemente es una categoría historiográfica, y, sólo después, una nación moderna, tal nación se configura y se desarrolla al amparo de la narrativa que permite construir la aparición misma del país.
La historiografía es nuestro segundo problema, una antítesis que permita nuestra tesis será que el relato que construye un país para ser él mismo, no necesariamente conlleva la respuesta o el diálogo a la existencia y autoconciencia de un pueblo: no toda dialéctica consigue conciliación. En la circunstancia actual de nuestro país yo no estoy seguro de que México sea un pueblo; muchas polémicas siguen encubiertas y plenas de nutrientes.
Esto implica una atención suma al desarrollo metódico de nuestro trabajo, que, si el pueblo mexicano es el presente que nos atañe, nos doblega y nos sobrepasa, nuestro trabajo no puede partir de definir el concepto pueblo y desde ahí pretender la confección de su historia. La historiografía no es la historicidad, y el pueblo no necesariamente existe al amparo de las representaciones historiográficas cuando que sí, la historicidad de un pueblo, es el pueblo mismo.
El abismo es hondo, e incluso plural, pues al desfondar así cualquier principio, siquiera podemos abrazar una consideración filosófica de lo presente, como, para pretender desde él, comprender cualquier pasado o imaginar un futuro para el pueblo, para el país, para la nación que llamamos México, sea esto lo que se implica en cualquiera de las esferas de una civilización.
No sólo nos proponemos la realización de una fenomenología de la historiografía mexicana, siquiera una genealogía de sus construcciones conceptuales. Buscamos encaminarnos directamente y de la manera más simple a una destrucción de la historiograficidad de un pueblo, pues que en la presunción de que México sea una categoría historiográfica y el pueblo mexicano no nos asegure ser un pueblo, tal destrucción intenta saltar a la apertura temporal del ser-ahí de una nación.
¿Cuál es la historicidad que la historiografía despliega como para poderla señalar y cuantificar? ¿Cómo identificar, localizar y mensurar el origen espacio-temporal de nuestros enfoques, nuestras tradiciones interpretativas o nuestras adecuaciones a escuelas y corrientes historiográficas? ¿Cómo mensurar el plegamiento que la historiograficidad imprime de retorno a la historicidad misma?, es decir ¿cómo mensurar la relevancia y no así la audiencia que en el ser de una cultura la historiografía confiere y confecciona? ¿Cómo romper con todas las analogías trascendentales y sus semánticas que nuestra filosofía de la historia arrastra, las que intervienen y habilitan cualquier representación, para comprender no la trascendencia sino la profundidad de los abismos de nuestra tierra, las alturas propias de nuestras montañas en el pensamiento? ¿Cómo pretender un cielo si tal vez este pueblo no tenga un Dios?
Que si preguntáramos qué hace a la comida mexicana ser mexicana cuando nuestros utensilios fueran de acero brasileño y nuestros condimentos españoles, junto a carnes de granjas americanas o jitomates importados de California, no podríamos considerar esta situación análoga a la configuración de una historiografía mexicana, que, así como el sabor de México es su propio sabor, todos conocemos el sabor de guisar con nuestras propias ollas hechas del barro de nuestra tierra.
Presupongamos nada, que sí nuestro ejercicio rechaza todo chovinismo y sólo busca poder re-conocer la procedencia de cada utensilio, tampoco puede ignorar que éstos utensilios, las estrategias discursivas-analíticas-interpretativas, las metodologías, las herramientas lógico-conceptuales extranjeras o los grandes clásicos que llenan de paradigmas nuestra ciencia, jamás son meros elementos inocuos que se agreguen a nuestra sapiencia sin ton ni son, sin intervenir nuestro color, sin agregar ninguna tonalidad o sazón ajena a nuestro propia historia. No podemos proseguir por el camino que iguala todo supuesto desarrollo cognitivo respecto a la supuesta posición de égida que creemos reconocer, respetar e imitar de las academias europeas y americanas.
No podemos tampoco considerar como evidencias, verdades de suyo, las diversas posiciones epistemológicas e ideológicas que se factualizan en el desarrollo de los trabajos académicos del exterior, que, en tanto no sepamos qué significa pensar y no tengamos siquiera la más mínima noción de lo que se constituyó en el pensamiento moderno en lengua castellana como verdad, siquiera sabemos el fundamento histórico que se efectúa en cada operación discursiva en nuestro propio idioma. No tenemos ningún amparo y ninguna protección ante cualquier debate en las academias extranjeras.
¿Qué hemos aportado al desarrollo intelectual de la supuesta civilización occidental?
Claro que no se trata de perseguir, señalar y embebernos de nosotros mismos ante la más mínima huella de relevancia e incidencia en los campos disciplinares contemporáneos. Así como rechazo la tradición de exaltar al Único mexicano que sobre-sale en algún campo de la cultura internacional, también rechazo seguir pretendiendo inscribir el nombre de algún notable en el muro del honor de una civilización que se cae a pedazos en la gloria de su propia vanidad. Como los zapatistas, no creemos en los hombres, aún cuando que tampoco creamos en los ideales. Nosotros no somos humanistas, no al menos en tanto no podamos contemplarnos en un límite ulterior al espejo de la moral.
Sabemos de la existencia de nuestros hermanos, sangre de la tierra americana y la sangre fraticida de una España erecta con la espada a la diestra y la gramática del castellano a la siniestra. Pueblos de madres sin rostro y nuestras propias letras aún llenas de la iniquidad que confunde los llantos de padres e hijos. Nuestra “identidad” se encuentra entretejida con más de quinientos años de voluntad de dominio: clamores y exigencias, lamentos, épicas y epifanías de los amos y los esclavos, los hijos de estas tierras en mil cantos que volaron en más de mil direcciones distintas del viento histórico de la destrucción. La sangre en la cruz de nuestra sangre sólo reclama el amor de la carne vencida en nuestra propia tierra y con nuestras propias ironías. Sólo reclama el eterno sepulcro del olvido, sólo reclama la posibilidad de otro pensamiento hispano, un pensamiento de autonomía. Dejemos que los ríos fluyan.
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2 comentarios:

  1. Los ríos siguen fluyendo, pero tambièn se congelan y hacen nuevos cauces, América latina no sólo es México, està separando donde tenès que unir,Si consideràs que hace falta una lengua, una flosofìa nueva y propia, para què revisar siempre a los griegos que filosofaban mirando estrellas y con todos sus apetitos saciados, No es igual la situación por aquí. Yo no soy extranjera en Latinoamèrica, me siento parte y el pasado/presente /futuro es como un nudo borromeo, si falta una de esas dimensiones pierde todo engarce, y no hay posibilidades de revisión ni de construcción. Los hombres hacen lo mejor que pueden con las estrategias que han podido desarrollar tras siglos de sometimiento. Un pensamiento libre, puede hacer lo que quiere con màs libertad. Cariños y buena suerte

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